Al mismo tiempo, la profusión de objetos de índole heterogéneo y contradictorio apunta hacia el hecho de que “el gusto” guarda relación con el destino de dichas cosas antes que con alguna esencia, y, muchas veces con el sentido de inventario que sirve de preludio para juntar a unos con otros. Es solamente por el hecho de que son calificados como de mal gusto que guardan una relación entre sí. De la repisa de la sala de estar, repleta de emplumados pajaritos o cabezas de venados embalsamados, a la vitrina, al museo y a las enciclopedias hay un paso muy corto que resta por darse.
De acuerdo a las teorías de la inmanencia de la belleza en el objeto (éste es bello dada su naturaleza trascendental) el buen gusto es aquello que trasciende al tiempo mientras que es de mal gusto aferrarse a lo pasajero. La vigencia del kitsch, sin embargo, habla de la nueva vida adquirida por lo que se hallaba fuera de moda y de sus consecuencias para la reconfiguración de los sentidos de estilo y lo que es considerado como cultura. Por aquellas artes de la recodificación y la transvaloración que hace la gente –y en el capitalismo tardío también la industria-- de estos objetos, el constante retorno de los mismos hace vigente la disputa sobre el gusto. Y allí radica el potencial de la energía revolucionaria del kitsch: en trizar las categorías simplistas de la alta y la baja cultura, de lo sublime y lo banal.
De hecho, viendo mi entorno en Guayaquil, el paisaje es de un prolífico kitsch: museos navales que incluyen piratas de parche y pata de palo calcados de Disneylandia, y dioramas poblados con damas y caballeros salidos de las páginas del Manual de Carreño, simulacros de cárceles individuales advirtiendo que el delincuente (cholo o negro) será liberado en cualquier momento para el terror de sus habitantes, calcomanías de 100% pelucón, vallas publicitarias de la Comisión de Tránsito indicando que la muerte te espera en la carretera, y, el clímax, una pintura que emula a la creación del hombre de Miguel Angel pero esta vez con dos de sus alcaldes cautivados al mirarse uno frente al otro. El kitsch está instalado en el corazón mismo de Guayaquil y cumple un circuito que parte desde las tiendas y vitrinas, pasa por la parafernalia política y paisajística, y llega hasta el Salón mismo de la Ciudad.
Así, el kitsch es omnipresente y sigue siendo chic. Paradójicamente, quizás la obra kitsch por excelencia en la historia del arte ecuatoriano sea una que todavía no consta en ella: la obra “Alligator Shoes”, datada en 1974 y de autoría del artista George Febres (Guayaquil, 1943-New Orleans,1996). Se trata de un par de zapatos de hombre, talla 9, hechos de cuero de lagarto, tacones, y cabezas de lagartos bebés para decorar sus puntas. Realizados a pedido de Febres por un zapatero mexicano, para poder ser transportados al otro lado de la frontera hacia Estados Unidos debieron ser usados como un artículo personal por el propio artista. Antes que una especie en extinción, y, en mérito al orden enciclopédico que constituye al kitsch, Febres, célebre gracias a esta obra, produjo posteriormente “Baby Alligator Shoes” y “Lousiana Gatoregg”. Ilustres variaciones que incluían también, por supuesto, escarpines y lazos.
Significativamente, el artista se refirió a “Zapatos de Lagarto” como “My Mona Lisa, My tower of Pisa, My Pyramid of Giza”. Y en este sentido de apropiación personal y, a la vez, serial de los objetos radica una clave kitsch puesto que, en este orden, todo nace y todo muere … en la repisa.